Bienvenidos a Trazos de Letras

**Bienvenidos a este rincón del Universo creado para la distraer la mente con lo que sea... Con palabras ajenas, con palabras propias, con comentarios al pasar, con quejas detenidas...Que sea éste, un espacio para el intercambio, un lugar de encuentro con amigos, un café donde escuchar la lluvia caer por la ventana o un hombro en donde poder descanzar la aturdida cabeza conflictuada...No se pide nada a cambio, pasen y vean (o lean); la entrada es libre y gratuita...**


martes, 23 de diciembre de 2008

La única acción valedera




Suenan las campanas de la iglesia. El domingo otoñal festeja la llegada de los feligreses.

El pequeño mendigo, triste y solitario, espera la mano solidaria que hoy le de de comer, mientras que a unos pocos metros, las señoronas bajan de sus lujosos carruajes, vestidas de punta en blanco, como para ir a una fiesta... No hacen más que pasear su vanidad y soberbia por las calles del pueblo.

El pequeño mira como entran a la iglesia sin siquiera advertir su presencia.

Una lágrima rueda por su descolorido rostro. Sabe que jamás llegará a convertirse en un gran caballero como los que ve los domingos.

Su ilusión se desvanece como la esperanza de comer hoy.

Casi nadie entra ya al templo.

La misa está por comenzar.

¿Es que acaso aquella gente piensa que Dios no ve lo egoísta que son? ¿O piensan que por ir todos los domingos a misa escaparán de ser arrojados al infierno por despreciar a un semejante?

La última campanada retumba solemnemente al compás de las hojas secas desparramadas al viento.

Alguien se acerca... El pequeño observa, pero pronto su mirada vuelve a caer en su antigua resignación: se trata de una nueva señora que viene a pedir perdón...

El niño baja la cabeza, -Por hoy en suficiente- piensa.

La mujer con aire maternal se detiene, mira al pequeño y le extiende su mano.

- Ven- le dice con cálida voz. -Hace tiempo que te espero.

El mendigo levanta su vista y ve en aquella mujer, a la madre que nunca tuvo: Su tristeza ha culminado.

La misa continúa, sin embargo, la única acción valedera transcurre fuera de ella.

El pequeño y la mujer se alejan juntos por las calles del pueblo.


viernes, 19 de diciembre de 2008

Vida rutinaria, señor Chapman.


La vida del señor Chapman había cambiado mucho desde que había logrado el preciado ascenso en la empresa. Tanto, que se había vuelto exacerbadamente rutinario.
Todas las noches, al regresar de su trabajo, llegaba a su casa y llamaba a su mujer, mientras que con una mano se aflojaba el nudo de la corbata y con la otra colgaba su saco en el perchero gris. Su mujer le contestaba de forma muy amable el saludo y luego le contaba cuál sería la cena.
Sin embargo, aquella noche, algo muy extraño sucedió.
Como siempre, el señor Chapman llegó a su casa, colgó su saco y llamó a su mujer para saber qué habría de cenar, no obstante, no escuchó respuesta alguna. Aturdido, pensando que él, al estar agotado y venir distraído de su trabajo no había escuchado el saludo, volvió a llamarla, pero nuevamente no obtuvo respuesta. Confundido corrió rápidamente a la cocina. Allí se encontró con una mujer gorda vestida de cocinera que lo invitaba a tomar asiento para comenzar a cenar. Sorprendido, el señor Chapman preguntó de inmediato por su mujer, a lo que la misteriosa cocinera respondió señalando con un dedo la siguiente nota:

No lo tolero más, estoy cansada de ser sólo una cocinera
esclavizada. He decidido tomarme unas vacaciones y nadie, ni nada, podrán
evitarlo. Pero no te preocupes, me acordé de vos y como sé que no podés vivir
sin tener la cena lista, las camisas planchadas y los otros enseres que ya
sabés, te dejo a una experta cocinera para que te atienda. Me voy del país pero
sé que estarás bien. Estás en buenas manos…
Hasta siempre.
M.


En ese momento y por primera vez desde hacía veinte años, el señor Chapman dejó aflorar sus sentimientos y no realizó algo rutinario. Tomó su saco y salió rumbo al aeropuerto para tratar de convencer a su mujer de que no se fuera.
Al llegar, buscó desquiciadamente el vuelo que partía hacia París pero al encontrarlo notó que sólo faltaban diez minutos para que despegara. Corrió y corrió, para evitar que su mujer abordara. Sin embargo, ella, con lágrimas en los ojos, le tiró un último beso marchito de amor, y subió. Fue la última vez que vio a su esposa. El señor Chapman pegó media vuelta y fue.
Más tarde se presentó a su nueva compañera y cenó amargamente. Mientras comía se dio cuenta de que ya no le importaba trabajar, que ya no quería dormir y menos aún le interesaba la comida, si su mujer no estaba con él.
Dejó que sus impulsos lo dominaran y volvió al aeropuerto para sacar un pasaje a Paris, para ir a buscar a su mujer. Necesitaba decirle y demostrarle que la amaba, que nada en la vida le importaba más que ella, que jamás volvería a realizar una rutina. Volvería a ser el hombre impulsivo e imprevisible que alguna vez había sido sin importarle las consecuencias.

Ilustración: Patricia V. Sanchez

martes, 16 de diciembre de 2008

Letargo


Cuerpos acostumbrados
retoman el sudor
sed, cansancio...

El fango cada vez más espeso
más oscuro, más espeso.

Nadie se atreve;
Risas mundanas
agrias mañanas estivales,
invernales,
amargo sabor
me ahogo en lo rancio
que nadie ve
que todos aceptan
(aunque se quejan por lo bajo).

Necesito escapar
la ventana dibujada
sin aire, sin vida
refleja la libertad
afuera es Luz...

El fango más espeso
más oscuro, más denso.

Mi grito suena a exageración:
son ellos
quienes temen,
la costumbre
ha sopesado
sus vidas.

Nadie me oye
soy sólo una queja.




Quién dijo que todo está perdido...

Todavía existe gente buena.
Buenos Aires, Corrientes y Florida, pleno centro de la ciudad porteña. 19.30 hs. Estoy estudiando, o tratando por lo menos, de comprender la sintaxis y la lengua latina, en el local de comidas rápidas que queda en la esquina de esta céntrica avenida.

De pronto, el bullicio de un grupo de niños me hace perder de vista el grueso de apuntes para prestar toda mi atención a los pequeños que se acercan a mi mesa y ocupan la contigua.

Los niños, unos cinco pequeñuelos, se sientan alrededor de un hombre que tiene pinta de ejecutivo, de esos que es inevitable cruzarse a cada rato por estas latitudes.

Él es quien trae a los niños, que no son sus hijos, que no son sus sobrinos.

Les compra a cada uno, un menú de los que venden en este lugar. Antes, cual maestro de escuela, les ordena: "A lavarse las manos, todos". Y al segundo, corren hacia la escalera para bajar al primer piso para lavarse las manitas, que en instantes se embadurarán en hamburguesas y papas fritas...

Son niños de la calle, niños a quienes la niñez se les esfuma a cada instante bajo el peso del trabajo, ese trabajo de cartón que los ayuda a poder vivir.

Vuelven rápidamente, se sientan junto al hombre trajeado y a su mujer, que llega con las preciadas "cajitas".

-¿Ya se lavaron las manos?, pregunta ella.

-Síiii, contestan a coro los pequeños.

De esta forma, todos, apresurados comienzan a comer y saborear el alimento. En tanto, el hombre observa unos cuadernos que puedo intuir desde mi mesa, son los cuadernos de escuela de los niños.

Uno de ellos, es hincha de Boca; el hombre es de River pero pese a las diferencias, se llevan muy bien y entablan una conversación sobre el partido que días atrás han perdido ambos equipos.

El nene promete ir la semana siguiente a la cancha para ver el "superclásico", aunque antes advierte: -"para ir, tengo que juntar muchos cartones"...

Hoy están contentos, alguien los escucha, les habla y no los ignora como el grueso de la población. Y yo siento que aún se puede confiar en que no todo está perdido, mientras haya gente como este hombre y su mujer.

Nada está solucionado, es verdad, menos con una comida, pero cabe destacar la actitud, la preocupación por el otro, aunque más no sea, aportando un granito de arena, para que estos chicos por lo menos, hoy, puedan sonreir.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

El Gomero



Desde que tuve uso de razón, sé que él siempre creció junto a su fiel e incondicional amigo: un añoso y frondozo gomero.
Inseparables, pasaban horas confesándose sus errores diarios; él le leía mentalmente sus poesías y hasta en ocasiones lloraba sus dolores sentimentales.
Nunca nadie pudo llegar a comparársele, jamás, ninguna persona podría reemplazarlo. Él era su vida, al punto tal, que en la época que enfermó de viruela, casi murió de tristeza por no poder sentir el calor de aquel cuerpo humano, única compañía que le respetaba y escuchaba.


Pero como todo en la vida termina, el día menos pensado tuvieron que despedirse.


Partió lejos del gomero y de su patria.


Nuevos y extensos vientos surcaron su rostro en el viejo continente. Al compás de otra lengua, aprendió a valerse por sí mismo, a olvidarse poco a poco de los malos tiempos, de los recuerdos añorados y hasta de sus principios.


El bon vivant de París producía estrépito en su alma, no necesita más para ser feliz.


Sin embargo, pasado un tiempo, los éxitos se convirtieron en fracasos, los amigos en desconocidos, y los amores, fugaces, volaron a otros brazos más fuertes y más sólidos.


Él, que siempre había jurado no olvidar sus orígenes, sintió como la vida le daba una lección: ahogado en la profundas tinieblas, debía regresar a Buenos Aires, de donde había partido para no volver.


Un amargo sabor recorría sus venas, el orgullo herido recalaba en sus huesos y la humillación de regresar con las manos vacías le calcinaba la cabeza.


Al aterrizar, súbitamente recordó a su viejo amigo, y lleno de alegría entonces, corrió hasta su casa para abrazar a aquel que siempre lo había escuchado...


Con desesperación cruzó los portales de la casa, y con el pecho compungido por un dolor desgarrador, observó un viejo tronco seco que yacía en el lugar donde tantas tardes había sido feliz.


El gomero había muerto y junto a él, también, su compañero.

El jarrón de la tía Eulalia


Bajo la gris mañana bonaerense, brilla uno de los tantos conventillos del barrio de Dock Sud. Su aspecto, trasciende los años y se ubica en una de las innumerables esquinas que pueblan el lugar...
Pero aquella casona, de cuatro habitaciones, con chapones oxidados y ventanas con mosquitero verde, es más que una precaria construcción donde en alguna época, hoy lejana, habitaron los inmigrantes europeos.
Porque en uno de sus cuartos vive ella, mi tía Eulalia, la que no ha cambiado desde que llegó de Italia, la que se niega a abandonar su lengua natal, y a la que únicamante comprendo, cuando quiere hacerse entender.
La quiero entrañablemente, y aunque muchas veces la hice rabiar, sabe que nunca haría algo que la lastimara.
-Los tiempos han cambiado mucho, querido - solía decirme cuando la inflación trepaba a las nubes.
-La vida es otra, pero todavía se puede, y hay que seguir.
Estos consejos calmaban mi angustia y me hacían pensar que si ella pudo una vez superar tantos obstáculos, yo también tenía que poder...
Y tenía tanta razón: "Los tiempos cambiaron", nada es lo que era, ni siquiera ella, aquella mujer valerosa que arremetió contra el hambre, la guerra y la tristeza: Hoy, no es la que fue.
Ahora está enferma, casi no come y llora mucho.Extraña su Italia, extraña su juventud y sobre todo, la presencia de mi tío.-La vida es otra- dice, pero ya no agrega a su frase, el "todavía se puede". Porque no alcanza la plata. Porque los impuestos atrasados nos están comiendo el hígado de a poco...
Por mi parte, hago lo que puedo, y aun así, en vano.Mi tía no deja de mirar el único recuerdo que le quedó de su vieja Calabria: Un jarrón. El jarrón que guarda los secretos de su vida. Solo él es capaz de sacarle una leve sonrisa cuando sabe que la situación cada día es peor.
Hace una semana, me ha pedido que lo cambie de su cuarto al comedor, porque no soporta la idea de despegarse un momento de su añorable pasado.
Por suerte ya casi no llora, ha reemplazado sus lágrimas por la observación minuciosa y meláncolica de aquel objeto de porcelana... Aunque pensándolo bien, no sé qué es peor.
Hoy comienza un nuevo mes y con él, las penurias.
La tía Eulalia no se lamenta más, tampoco habla. Sabe que mañana vence la hipoteca, aunque no se lo hayan dicho. Sabe que es el fin, y que ni yo, ni nadie, sabe qué diablos haremos ahora.
Trato de calmarme delante de ella, pero a su mirada no puedo mentirle... Baja su mirada, mira al jarrón, y se enfrasca por última vez en el mundo de sus recuerdos.